Despertar

15.01.2025

El suave lino del sillón y la voluptuosidad de las plumas dentro de los cojines envolvían sus piernas. Claudia se sentía relajada, mirando la tele, abrazada de su esposo.

Eran las once de la noche y otra vez se habían desvelado. Con pereza y con ganas de seguir, decidieron apagar el televisor y dar lugar al sueño. Ya era tarde y ambos entraban a trabajar muy temprano. 

A pesar del sueño, a pesar de la hora, los mimos y las caricias los llevaron a hacer el amor y dormirse aún más tarde de lo planeado. Sin embargo, no estaban cansados, estaban relajados. 

Claudia era una mujer muy tranquila, siempre priorizaba la paz. En sus 27 años de casados, no hubieron discusiones significantes, Néstor era un hombre honesto y paciente, por lo que hacían un gran equipo, manteniendo un hogar armónico, y lleno de amor. 

Aunque ahora sus hijas no estaban en casa pues, Lorena a sus apenas 23 años se fue a vivir en pareja y Mariana tenía su propio apartamento en el que vivía sola (aunque ahora se encontraba de viaje, cosa que hacía con gran frecuencia). 

Qué lindas eran las tardes en las que se reencontraban los cuatro, cuando Mariana volvía, llena de regalos y chucherías, historias de lugares y culturas maravillosas, fotos de paisajes asombrosos, anécdotas, travesías. Su padre le decía que era una loca, pues su energía era abrumadora y muy distinta a la de ellos. Tanto él como Claudia, eran muy tranquilos y sus vidas eran de una intensidad mucho menor. Mariana lo sabía, sabía a lo que se refería su padre cuando le decía que era una loca, por lo que se lo tomaba con cariño, y casi como un cumplido, ella disfrutaba mucho su vida llena de intensidad y energía. 

En cambio Lorena, que era más parecida a sus padres, anhelaba una vida tranquila, a un ritmo más lento. Aunque cuando niñas, curiosamente, ella era la más inquieta, dormía poco y jugaba mucho. Su entusiasmo y su imaginación la llevaron a ser hoy una estudiante de Arquitectura con un futuro prometedor. 

Claudia y Néstor estaban muy orgullosos de ellas, no por sus éxitos académicos y profesionales, admiraban eso de ellas, pero lo que les daba orgullo es que eran buenas personas, ambas eran cariñosas, respetuosas y con buenos valores. Y, con ese último pensamiento Claudia cerró los ojos.

Un hilo de luz atravesó la ventana y Claudia abrió los ojos. Se encontraba completamente desnuda y las sábanas acariciaban su piel. Bajó de la cama y el frío de la cerámica toco la planta de sus pies. Pero ella no reaccionó a ello. No reaccionó a nada. 

Salió de la habitación, mirando a ningún lugar, pero con los ojos muy abiertos. A paso robótico, muy distinto a su andar distendido. 

Atravesó la sala de estar de la misma forma, caminando frente al sillón donde ayer abrazaba a su esposo, pero ahora sin voltear a verlo, sin notar siquiera que estaba ahí. 

Mirna, su gatita, al verla la desconoció por completo, encrespando sus pelos desde las orejas a la punta de la cola y volviendo todo su cuerpo una curva pronunciada. La siguió con la mirada, con ese bramido amenazador que hacen las bestias cuando quieren atacar. Pero Claudia no se inmutó, Claudia no la vio del mismo modo que no vio nada a su alrededor. 

Y así como salió de su habitación, salió de su casa, abriendo la puerta de par en par, a paso robótico y caminando a un ritmo perfectamente parejo. El viento helado de la mañana rosó sus muslos desnudo, su entrepierna, su cuerpo entero, pero ella no lo sintió. Ella no sintió nada de eso. 

Continuó avanzando, la calle estaba completamente vacía, apenas había amanecido y recién comenzaban a divisarse los primeros rayos de luz.

Se detuvo frente a su casa, mirando justo a la ventana que daba a su derecha, sus ojos, que hasta ahora permanecían abiertos de par en par, pero sin mirar a ningún lugar, ahora miraban a la ventana. Su mirada quemaba, no había ira, no había enojo, no había nada en ella. Su mirada era vacía, pero macabra.

Sus labios, hasta ahora neutrales, dibujaron una sonrisa tan macabra como sus ojos. Lo único afortunado en su rostro era que nadie podía verlo. Era terrorífico, desdibujado, inhumano. Era de esas imágenes que no te animas a ver, que te desvelan. De esas imágenes que escapan de tu imaginación, pues no te atreves a imaginarla. 

No emitió ningún sonido. No se rio, no habló, no hizo absolutamente nada. Sólo se quedó mirando la ventana, con esa expresión fría y siniestra. 

Avanzó nuevamente, justo por donde vino, pero ahora sus ojos de fuego sí miraban, miraban al frente, miraban la entrada de su casa. Ella volvía a ingresar. 

Ahora su mirada y su cuerpo entero se detuvieron frente a Mirna, la gata, la única testigo de lo que estaba pasando. Mirna ahora, encrespada y atemorizada, se escondió bajo la mesa de la sala lanzando un rugido lleno de temor y desconfianza. Claudia se paro justo frente a ella, sus pies desnudos estaban a un palmo de la mesa y Claudia bajó únicamente la cabeza, dejando el resto de su cuerpo completamente quieto. Fue un movimiento tétrico, inhumano, tan inhumano como lo era ella ahora. Solo divisó las orejas de la pobre gatita. Pero no hizo absolutamente nada, pareciera como si disfrutara ese temor, ese miedo que salía del pobre animal. 

Volvió a levantar la cabeza, borrando su sonrisa por un instante, como saboreando el miedo del felino. En su rostro, que hasta el momento parecía no sentir nada, se vio que esta vez si sintió algo, en su rostro se dibujo una mueca de placer, de placer al sentir el miedo, el terror de Mirna. Pero fue sólo un instante, casi imperceptible.

Inmediatamente después retornó su camino, como si nunca se hubiera detenido, con la misma expresión macabra que tenía antes.

Sus pies tocaron el suelo frío de su habitación, una sensación que no causó efecto alguno en su cuerpo, como si no tuviera sentidos, podría estar caminando sobre el mismo infierno, que su reacción hubiera sido exactamente la misma. 

Se detuvo frente a la cama, justo frente a Néstor, quién dormía profundamente. La luz del sol rosaba ahora la almohada de Claudia, sin llegar a él. 

Al detenerse frente a la cama, Claudia posó su mirada siniestra en su esposo, su sonrisa se enmarcó más, perecería que estaba a punto de hacer algún sonido, no una risa o una carcajada, más bien un bramido, un sonido bestial, pues ella ya no parecía humana. Pero no hubo sonido alguno. No hubo más que silencio. 

Claudia se dirigió a su lado de la cama y con los mismos movimientos robóticos y macabros con los que se levantó, volvió a acostarse. Ahora su mirada sínica, siniestra y llena de fuego, miraba en dirección al techo, pero no miraba nada en realidad. 

Claudia cerró los ojos, apagando el fuego de su mirada, su rostro se relajó, volviendo a ser humano. 

En ese mismo instante, la puerta se cerró de un portazo y Néstor despertó de golpe. Vio a su esposa dormida y fue directo a la entrada. 

No vio nada, la puerta estaba trancada, todo estaba en orden. Mirna estaba bajo la mesa, lo que le llamó la atención. La llamó varias veces, pues al principio se negó a salir.

Finalmente Mirna se sintió segura y salió de su escondite, saludando a Néstor con cariño y entusiasmo. 

Entonces Néstor, tranquilo de que todo estaba bien, asumiendo que el sonido tal vez fue un sueño, o un sonido de afuera, volvió a su cama, junto a su esposa, en quién se dibujaba una expresión relajada de paz mientras dormía. 

La contempló un instante y se acostó junto a ella, dándole la espalda como acostumbraba, para que ella lo abrace. 

Ella abrió los ojos de golpe, de par en par, con una mirada vacía. Lo abrazó y él, sin ver la expresión en su rostro, se hundió en sus brazos. Ella volvió a cerrarlos y a convertir su rostro, en un rostro humano. Pero por un instante, justo antes de dormirse nuevamente, su sonrisa volvió a aparecer. Por un instante tan breve que, incluso si alguien la estuviera viendo en ese momento, no se hubiera percatado de ello. 

Entonces Claudia durmió, su rostro lleno de paz volvió a aparecer y ella volvió a ser ese humano que su familia conoce. 

Un poco de Filosofía Chipiana, un poco de ¿fantasía?, un poco de realidad... 


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